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En el nombre del padre

Así aprendí amar a mi padre, bebedor público (odiaba el anonimato), invicto e impertinente, de la cual, como cierta modestia, me siento su principal heredero. Su recuerdo está todavía tan fresco cómo su cadáver. Su fragancia aún huele a ron “Flor de Caña” de veintiún años, que no pudo conocer, pues sólo llegó a tomar el de siete años que con mis dificultades económicas podía ofrecerle.

POR: JULIO FAILOC RIVAS

No solo era un buen tipo mi viejo, sino el mejor, el que marcaba la diferencia de todos y en todo. Él era distinto y numeroso, como el uno del número mil. Así lo recuerdan los que lo conocieron, y los que no, solo les quedó el consuelo de hacer una leyenda urbana de él.

Y es que razones no faltaban, era como “Abraxas”, el amigo del bien y del mal, el amigo perfecto. “Nadie es completamente bueno, ni malo”- solía decir. “Ni dios es tan bueno como dicen, ni el diablo es tan malo como lo acusan”- sentenciaba, cuando el alcohol alcanzaba su límite en él.

“Cerraba cantinas y se ponía un par de ´joncas´ de chelas por mesa”- Decían los unos. “Nos pagaba un jornal adicional, sin haber trabajado, y nos invitaba a tomar cuando cobraba”-contaban los otros, que jamás se habían tomado una cerveza con él, solo por el placer de ufanarse de haberlo conocido y disfrutado de su compañía.

Lo cierto es que mi padre nunca tuvo amigos, pero, aun así, los quería a todos. Era incapaz de percibir la traición y mucho menos de sentir el puñal en el pecho del amigo que más quería. Él tenía seguidores, no amigos, porque era bondadoso, incluso con el mas felón de ellos puesto al descubierto. Creo que de él heredé esta maldita costumbre de coleccionar amigos desleales.

Así aprendí amar a mi padre, bebedor público (odiaba el anonimato), invicto e impertinente, de la cual, como cierta modestia, me siento su principal heredero. Su recuerdo está todavía tan fresco cómo su cadáver. Su fragancia aún huele a ron “Flor de Caña” de veintiún años, que no pudo conocer, pues sólo llegó a tomar el de siete años que con mis dificultades económicas podía ofrecerle.

Aprendí de él mirándolo: el valor de la palabra, su puntualidad de reloj Suizo, a no engañar a la gente, a confiar con los ojos cerrados, aún a sabiendas y con la certeza que te podían timar, a querer a los amigos sobre todas las cosas, algo que ha crecido conmigo con el tiempo, a no pedir favores, ni a deberle a nadie que no lo mereciera –¿increíble, no?- A pedir fiado con calidad, sin darle pie a que te lo pudieran negar.

Recuerdo una vez que sus balas –como él llamaba al dinero- se habían agotado y ya no era posible seguir bebiendo sin recurrir al crédito que tanto detestaba. “Observa” –me dijo mi padre- dirigiéndose al dueño de la cantina. “¿Tienes cambio de cien dólares?” “No” –le contestó- “pero no te preocupes, Julio, cuando cambies me pagas nomás”. Era orgulloso hasta para pedir fiado y prefería recurrir a alguna artimaña con tal de evitarlo.

Mi padre, en sus mejores momentos, era de las personas que podían beber, hasta el hartazgo, todo el año, incluido los feriados, sábados y domingos. Sólo había un único día que no tomaba: el día que cumplía años. Se engreía, y no quería ver, ni hablar con nadie, justo ese día que era tan especial para nosotros.

Se sentaba en una banquita en el umbral de la puerta a leer el periódico desde las seis de la mañana hasta que cayera la noche. Nunca supe por qué el día de su cumpleaños su abstinencia al alcohol era total.

Su prestigio, honradez y fama de buen pagador, de la cual siempre me sentí orgulloso, recorrió rápidamente por una parte importante de Lima. Eso le permitía contar con créditos a sola palabra, cosa que nunca utilizaba ni aprovechaba, salvo estuviera borracho o a punto de empezar una nueva obra de construcción.

Cuando firmaba un contrato de una obra de construcción no pedía adelantado, ni siquiera para los materiales, cosa que llamaba la atención de los dueños de las casas que construía y que en cierta forma le aumentaba su credibilidad y prestigio, tan venida a menos –por esa época- de los maestros de construcción civil.

La credibilidad que él tenía la usaba con sus proveedores a quienes sólo les bastaba la palabra de mi padre para entregarle los materiales de construcción que necesitaba para iniciar la obra. La retribución de mi padre era más que generosa, pues pagaba mucho más de lo que costaba los materiales. Nunca escuché a alguien -en la vida que él tuvo- reclamarle por alguna deuda impaga.

Mi padre murió un siete de setiembre del dos mil diez, cuatro años después que se fuera mamá. Todavía me duele saber que no debió morir el día que murió. La muerte fue implacable y le negó una despedida: murió con el teléfono -que había dejado de pagar hacía meses – en la mano. No sé a quién quería llamar, pero no tengo la menor duda que quería despedirse de alguien o tal vez de todos.

Así era mi padre, así lo recuerdo, intacto como si todo hubiera ocurrido ayer.

La última vez que escuché el himno del gran Piero “Mi viejo” me hizo que su recuerdo me venga abruptamente, hasta el punto de reinventar su canción en el nombre de mi padre:

“Era el mejor tipo mi viejo, me enseñó a querer y comprender a mis amigos con el tiempo. Tampoco andaba solo, ni acostumbraba a esperar al viento. Me enseñó a sentirme acompañado de mí mismo, sin esperar nada de nadie, ni del tiempo. Su tristeza era corta de tanto ir presuroso con su bicicleta a pesar de sus 86 años. Ahora piense en él desde lo más profundo de mí y aún no lo entiendo.

Y es que éramos tan distintos: el creció con sus cayos y cervezas, yo crecí perdiendo la fe en la revolución y en el buen vino. Viejo, mi querido viejo, no sabes la falta que me hace un abrazo tuyo en esta tarde mágica, donde sobran las palabras y hace falta el vino. Viejo mi querido viejo, ese andar alborotado no te lo perdonará nunca el viento.

Quisiera ser el vino para recorrer tus venas y gritar que soy tu silencio mi viejo, y reclamarle al tiempo que no te dio un poco más de vida para una despedida. Viejo mi querido viejo, ya no soy tu sangre mi viejo. Ya no soy más tu silencio ni tu tiempo…”

Mi padre-como dice el gran Piero- tenía los ojos buenos. La edad de pronto se le vino encima, sin carnaval y ni comparsa, y lo que es peor, con muy pocos amigos.

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