¿60 nada más?

No recuerdo cuantos días lloré, no sé si por los dulces que me había imaginado comer y no comí o por la vergüenza que me había hecho pasar el “abuelo” delante de todos mis amigos. Lo que sí recuerdo perfectamente es que así conocí la pobreza, porque hasta ese momento no sabía, ni tenía la menor idea de lo que era ser pobre.

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POR: JULIO FAILOC RIVAS

Miro hacia atrás, la nostalgia pesa, pero me ayuda a recorrer mis pasos perdidos. Recuerdo cada uno de ellos con cierta dificultad, tal vez por el esfuerzo inútil e inconsciente de olvidarme de ellos. Sesenta años no es poco, tampoco es mucho, solo sé que es la edad perfecta, para alguien como yo, que busca desesperadamente alcanzar el clímax de la nostalgia, para poder escribir los recuerdos que, como dice “El Gabo”, por haber perdurado en el tiempo, merecen ser escritos.

Esta es la primera, de las varias memorias, que ofreceré sin piedad para la tortura de mis lectores. Nadie que se aprecie de escribir o pretenda ser escritor puede prescindir de sus memorias y menos de la fábula, la idea es lograr un equilibrio tal que permita guardar el misterio de lo que es real y lo que es ficción. Creo que mi parte está a salvo, ya que de tanto fabular no sé cuál de ellas es mi verdadera historia. Y en verdad mi vida no dejará de ser una fábula hasta el fin de mis días.

El recuerdo que se me viene, de manera abrupta, es la de un niño de siete años que quería empacharse de dulces. Era yo y mi primera fiesta.

Todos los días me acostaba temprano para que lo días pasaran más rápido y llegara el gran día. Claro, el abuelo, así le decíamos al chiquiviejo del cumpleañero, había puesto sus condiciones para poder ingresar a su fiesta. “Por si acaso, no voy a dejar entrar a nadie a mi casa sin zapatos ni ropa sucia”- nos decía a todos, mirándome de reojo con una soberbia que mi ingenuidad no había logrado percibir.

El día de la gran fiesta me percate con cierto pavor que mis zapatos, no solo carecían de suelas, sino que también el cuero estaba tan gastado que el betún ya no le hacía mayor efecto. Busque entre los zapatos viejos de mis ocho hermanos, descartando la de los menores, porque no me quedaban, y la de mis hermanas mayores, por obvias razones, quedando sólo la de mi hermano José, el mayor, quien me aventajaba más de seis años.

No eran zapatos, sino unas zapatillas blancas, esas que se usaban para educación física. Me las probé, mis pies bailaban dentro de ellas, me quedaban grandes. No era para menos, yo calzaba 28 y él 38, diez números de más. No me importó, me la puse con un poco de papel en las puntas de las zapatillas para que no se me salgan camino a la fiesta.

En la puerta de la entrada – en donde se habían aglomerados los niños- estaba el dueño del santo y con una mirada despectiva me impidió el ingreso a la fiesta. “Tú no puedes entrar”- me dijo. Yo te respondí –“Pero… porque”. “Esas no son tus zapatillas”- me replicó. “Claro que no, son de mi hermano, y están limpias, tal como tú lo pediste”-le contesté. “Son muy grandes, no puedes entrar”- sentenció, cerrándome la puerta delante de todos los niños del barrio.

No recuerdo cuantos días lloré, no sé si por los dulces que me había imaginado comer y no comí o por la vergüenza que me había hecho pasar el “abuelo” delante de todos mis amigos. Lo que sí recuerdo perfectamente es que así conocí la pobreza, porque hasta ese momento no sabía, ni tenía la menor idea de lo que era ser pobre.

Me dolió tanto ese día que me prometí que nunca más iba a ser pobre, materialmente hablando. Y así fue, porque desde ese día empecé a trabajar ferozmente y no he parado de hacerlo hasta esta hora de mi vida. Ese día también entendí que la pobreza tiene que ver más con la actitud que con la ausencia de lo material. Esta es la razón por la que comprendí, con el tiempo, que el fracaso no existe, y, por el contrario, solo hay gente que se rinde; que hay que dejar lo mejor de uno en cada acto, en cada emprendimiento que hacemos, y que –como dice Yokoi Kenji- “tarde o temprano la disciplina va a derrotar a la inteligencia”.

Ahora – en el umbral de mis 60 años- entiendo que la sabiduría no consiste en hablar, sino en escuchar. Empieza con el silencio y se desarrolla cuando empezamos a escuchar a los demás, con la misma modestia y paciencia, como cuando aprendemos de nuestro maestro la primera lección.

Cuando me preguntan ¿60 nada más?, yo les respondo: 60 nomás, porque es la edad del clímax de la nostalgia en donde la sabiduría sigilosamente empieza a hacer su trabajo.

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